sábado, 23 de marzo de 2013

Prologo de una tragedia.



Y la puerta vuelve a cerrarse, una vez más. Quise entender por qué, y rápidamente recordé el mal que había hecho. Lo sabía, estaba destrozado.
Destrozado es una palabra que tiene muchos significados en la mente de cualquier persona. Claramente y sin ir muy lejos, puedo imaginar a un hombre anciano, de unos 65 añejos años, con una linda y fina botella de vodka, y puedo saber que es una persona feliz dentro de su desquiciado patrón alegórico. En cambio, alguna otra persona podrá decir que esta condujiendose hacia una simple borrachera. Cosa deplorable, quizás. Pero la felicidad no corre riesgo ni prejuzga a quienes la disfrutan desaforadamente. Ahí está el eufemismo de la razón, de la creatividad, de la diversión; el uno mismo, como ser y como mente. Y yo como mente, estaba destrozado. Apadrinado por un sinfín de oportunidades jocosas y poco afortunadas. Una, y la principal, era la idea de que estaba rodeado por cuatro blancas paredes. Tan bien talladas por algún tipo de herramienta que incluso se podía comer encima de ellas sin darse cuenta. La otra, y no menos principal, era que había una puerta. Como la destrucción, la puerta también tiene un gran manojo de significados e insinuaciones. Para algunos individuos, una puerta es un altercado con el mas allá. Y claro, ¿Qué más difícil que ir al asunto? Es fácil hablar, pero es difícil hacer me dirán algunos. Pero yo objeto. Creo que hablar es una forma de hacer, simbólica quizás, pero insignificantemente maquiavélica. ‘’Mañana prometo limpiar mi cuarto’’, se me viene a la mente rápidamente, como objeto de un infinito numero de guiones cinematográficos, separados línea por línea. ‘’Mañana pintare la cerca, amor’’ es otra frase hilarante. Todos sabemos que no va a ser así, y que seguramente lo termine haciendo otra persona al trabajo. Esa es la puerta. Quien separa lo dicho de lo hecho, y lo oculta bajo un manto, como si fuera el objeto de lo imposible.


Y en este momento, aquella puerta era la que me detenía de poder irme de este lugar. No era una puerta común, una de acero, para que incluso toda la potencia de mi musculatura –que no es mucha, por cierto- no pueda resquebrajarla. Tras aquella puerta, había un largo pasillo, apretujado con dos paredes tan blancas y vacías como las que tenía a mí alrededor. No fotos, no cuadros, no dibujos, no pinturas. Simplicidad misma. Y ese era mi castigo. La simplicidad.


Es de fácil conocimiento que una tortura, desde antiguos conocimientos romanos y griegos, significa infligir dolor a cierto individuo; la víctima. Y es de reconocido conocimiento cuales pueden ser aquellas torturas.
Una vez leí de un hombre al que le habían sustraído los ojos simplemente por haber observado a una mujer desnuda. Lo mismo leí sobre un hombre al que se le había perpetuado dos grandes esferas de acero a sus piernas, atraves de cadenas, para que con cada paso que de, lo piense una, dos o tres veces. Y así, saber si en realidad quiere dar aquel paso, o quedarse estancado en su lugar. Claro, si quiere dar aquel paso, debería esforzarse al máximo.


Yo en realidad, sigo pensando si aquello era una tortura, o una recompensa.



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